GONZÁLEZ CALLEJA, EDUARDO
Analizar la evolución de los conceptos políticos y su función social en cada momento histórico es un saludable modo de relativizar alguno de los grandes mitos constitutivos de cualquier comunidad política. Al igual que la idea de «democracia» (que en los años treinta no era un valor absoluto, sino un concepto en crisis, que tenía un carácter provisorio e instrumental para buena parte de los partidos de derecha e izquierda, y quedó subordinada a otros términos, como los de república, reforma o revolución) , la noción de «orden público» también tiene su propia genealogía y su particular campo semántico, que nos retrotrae al siglo XVIII, cuando el Estado logró erigirse en el monopolizador de la violencia legal según la clásica teoría hobbesiana. El instrumento fundamental del orden público era la «fuerza pública», término procedente de la Déclaration des Droits de l�Homme et du Citoyen de 1789 , y que sirve para designar a fuerzas especializadas en los menes�teres de salvaguardia interna del orden sociopolítico, bajo la directa dependencia del Estado y que veían limitada su actuación por las leyes vigentes, a diferencia de las fuerzas ar�madas del Antiguo Régimen, que operaban de forma más o menos autónoma e indiscriminada.
El término tuvo un recorrido histórico específico en España. Con el régimen liberal comenzaron a cristalizar una serie de procesos estrechamente ligados al desarrollo del capitalismo. Uno de ellos fue la estructuración de la sociedad entera a partir del funcionamiento de una serie compleja de dispositivos de vigilancia, moralización e individualización, que tenían como fin el mantenimiento del orden social establecido. El desarrollo práctico del concepto de «orden social» por el conservadurismo del siglo XIX marcó los límites del alcance transformador del ciclo revolucionario liberal-burgués que en España hacemos arrancar convencionalmente de 1812 y finalizar en 1875. La defensa de un orden social que era considerado como natural, inmutable e indiscutible, que debía ser mantenido a toda costa y por todos los medios a disposición del poder político, incluidos los violentos, era una actitud más in�movilista que regresiva, que no admitía variaciones sustanciales en lo social (con la primacía de los sectores de la gran burguesía y de la nobleza que aceptaban las consecuencias del individualismo liberal y de la desigualdad natural inherente al organicismo de cuño católico), en lo político (con el es�tablecimiento de un régimen liberal parlamentario de sufragio restringido y con la potenciación del papel de la Corona, de la Cámara Alta y de la Administración militar sobre la civil), y en lo económico, con la asunción del sistema de propiedad personal, libre y plena, lo que implicaba aceptar las desiguales relaciones sociales que llevaba anejo el capitalismo.